Sin embargo, fue en el colegio con mi amigo Ramón Cardo cuando se me contagió la risa, como si fuera una enfermedad nos pasábamos el día riéndonos de todo lo que se movía, muchas veces nos vimos en situaciones muy comprometidas. Don Hermelando, que era nuestro maestro, ya nos conocía y cuando nos tocaba salir a la pizarra a practicar unas sumas, nos entraba la risa y era una juerga en toda la clase. Así estuve hasta los catorce años, cuando empecé a verlo como una preocupación pues ya no me consideraba un niño y había situaciones muy delicadas, porque cuanto más seria era la situación, más risa me entraba.

Una de esas situaciones incómodas fue el entierro del señor Rafael, un vecino mío que murió en su casa. Él y su mujer Amparo me querían mucho. Cuando fui a darle el pésame a su casa todos estaban llorando y al verme la señora Amparo me cogió del hombro y se puso a llorar. Me dijo: -pasa, pasa y verás al tío Rafael-, yo ya no sabía donde meterme porque comenzaba a darme la risa, la seguí hasta el dormitorio donde se encontraba el tío Rafael, en una capilla ardiente amortajado con un hábito de flaire capuchino, vestía todo de blanco y al verlo en cuerpo presente fue cuando me mordí los labios hasta hacerme sangrar, pues no me pude aguantar la risa, y exploté cuando en vez de darle el correspondiente pésame, le di una ENHORABUENA; empecé a reírme y todos pensaron que me había dado un ataque de nervios, yo no sabia qué hacer, quería que se me tragara la tierra pues sabía que no era una situación como para reírse.

Así que como iba haciéndome mayor, el problema también iba creciendo y quise poner algún tipo de remedio. Tendría unos veinte años y ya tenia novia formal. Mi madre tenía una iguala del seguro, bueno un seguro particular en el cual tenían especialistas y operaban, así que solicitó una visita al medico psiquiatra, entonces no se llamaban sicólogos así que nos fuimos haber al siquiatra. Subimos un segundo piso con el ascensor, era una finca muy lujosa del centro, nos recibió una enfermera con su gorro toda muy arreglada, nos pidió que esperáramos en una salita y allí nos sentamos en unos butacones, a que el doctor nos recibiera. Estaríamos unos quince minutos cuando se abrió la puerta y apareció el doctor, un señor con gafas y de pelo blanco algo mayor, vestido con un babero todo blanco, muy amable y educadamente nos invitó a pasar. Entramos, era un lujoso despacho, todo de madera y con una librería llena de libros, unos cómodos sillones y una camilla en un lateral. Nos sentamos todos muy cómodamente y el doctor se tocó las gafas y empezó hablar. Se dirigió a mi madre y le dijo: - dígame, señora que le ocurre-, mí madre le contestó: - no doctor, es mi hijo-, el doctor puso cara de extrañado y le volvió a preguntar: -dígame pues, qué le ocurre a su hijo-, y mi madre le dio toda la explicación de mi problema, que cuanto más seria era la cosa, más me descojonaba de risa y que me iban a llamar el tonto de la risa. El doctor, después de escucharnos, se volvió a tocar las gafas, se levantó e invitó a mí madre a que me cogiera y muy amablemente le dijo: -señora, no se preocupe usted, su hijo no tiene nada, esta sanísimo, váyase tranquila que ya se le pasara con los años, pues la vida es bastante dura y tendrá hasta tiempo de llorar-, cuanta razón tenía ese doctor.

Me voy, a cenar y ver el telediario de las nueve, que me muero de risa jajajajaja.
1 comentario:
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